Me dispongo a interrogarme a mí mismo, me coloco bajo un gran foco para observar bien mis gestos inconscientes cuando respondo, entonces pregunto: ¿Por qué? ¿Seguro que ese es el motivo? ¿Cuán a menudo te ocurre? A medida que las preguntas se amontonan cada vez más insistentes, las respuestas se van haciendo más entrecortadas, la voz se deshace hasta ser un hilo inaudible.
Hace ya casi diez años que escalo, dedicando de año en año cada vez un poco más de mi tiempo, y de mi ser, a ello. Y a lo largo de estos años la respuesta a la fatídica pregunta -al inevitable ¿por qué?- ha ido cambiando. He atravesado etapas de obsesión irracional, de evasión, de aburrimiento, de renuncia, de supuesto ascetismo, de intentos de anacoretismo antisocial, de pasión romántica, de dedicación nihilista, de culto hedonista, de frustración extrema, de rabia suicida, de segregación elitista. Y nunca he dejado de escalar en estos años, nunca más de unas pocas semanas o unos meses en el peor de los casos, cuando el cuerpo no soportó más el castigo. Y no sé si hablo de etapas superadas o si siguen ahí, resistiendo; si con poco de arqueología emocional sería fácil ir revelando las capas donde se acumulan los vestigios muertos de ideas pasadas o si viven aún, latiendo bajo la piel, rasgándola a veces.
Cuando hablo conmigo mismo me voy dando cuenta de que la respuesta cambia y sobre todo de que sólo después de un tiempo, cuando ya he preparado otra, vuelvo sobre la anterior y desentraño a fondo su significado. ¿Por qué lo haces? ¿Quién eres? No siempre el mismo...
Cuando hablo conmigo mismo me voy dando cuenta de las mentiras que me cuento. Es difícil ser coherente. No sé ya si sigo hablando de escalar...
Material necesario para manifestar la rabia suicida y las aspiraciones elitistas. |